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Y amaneció el día de autos, amaneció despejado y sin viento. Pleno de confianza salí de casa hacia el puerto cargado con los aperos del buen nadador, mochila con toalla, bañador, gafas, tapones, vaselina, botella de agua, plátano, crema solar, chanclas, gorro, chip…y otra mochila más con el neopreno. Llegué temprano y me agencié un banquito al lado del muelle donde embarcaríamos, poco a poco fue llenándose de nadadores y acompañantes mientras comenzaba a enfundarme el neopreno, sólo las piernas, tampoco era necesario cocerse hasta echarse al agua. Alguna conversación por aquí y por allá mostró, ante mi asombro, que mis compañeros hablaban de triatlones y ironman como aquel que pide una caña en el bar de la esquina.
Una vez embarcados en el catamarán pude conocer mejor a algunos de ellos y disfrutar del buen rollo y colegueo que une a los que se exponen a singular e idéntica aventura. El barco permaneció largo rato amarrado y por las ventanillas veíamos las aguas de puerto en calma chicha y los nadadores iban haciéndose más bulleros dando forma a cientos de conversaciones cada vez más altisonantes, entonces salimos del puerto, la primera ola se recibió entre vítores, la segunda la coreamos por su nombre y así hasta que un gran salto y sobre todo un pobre chico al que todos vimos echar el alma en un cubo de basura que nos empezó a contener, momento de untarse de vaselina y prepararse para la aventura, neoprenos cerrados, gafas ajustadas, últimos buenos deseos y al agua.